martes, 12 de abril de 2016

Fetal



Lo vi aquella tarde cuando pasé apurado. Tenía una barba larga, negra, pero no era un hipster. O no lo parecía. Su cabello enmarañado se apoyaba sobre una mochila que parecía celeste. Quedaba algo del color original, aquel que tuvo años atrás, cuando algún padre la compró para un escolar que al poco tiempo reclamaría una nueva.

Su cuerpo era muy delgado pero bien formado. Una camisa, también celeste donada vaya a saber por quién y a qué institución cubría su torso con todas las arrugas y manchas posibles. Los pantalones sostenidos por una cuerda que hacía de cinturón acompañaban la posición fetal, con las rodillas ligeramente abiertas para que sus manos tuvieran cómo reposar.

Durmió durante más de dos horas, abrió los ojos, miró a su alrededor y volvió a cerrarlos. Recogió las rodillas y acercó aún más la espalda a la pared. No tenía mucho sueño, pero tampoco deseaba ver. Necesitaba esconderse y con el tiempo había aprendido que lo poco que le interesaba estaba adentro suyo.

La tarde todavía estaba en su plenitud cuando volví a pasar. Sus párpados se movieron y otra vez pareció no estar interesado. Seguramente tiene nombre, aunque su madre es apenas un fantasma que cada tanto lo visita en sueños, lo acaricia y hasta lo cubre para que la luz no moleste. Pero el sol es implacable en una tarde de verano con 30 grados. 

PD: Fue un ejercicio para el taller de Gisela. Ella dice que de tanto esforzarme por profundizar en la descripción, se me escapó la trama, que siempre fue mi fuerte. La verdad, lo hice a propósito. La vida es un juego de palabras. ☺☺☺






 

Operadores



Con una sola mano me desaté los cordones. Descalzo, me recosté boca arriba en el espacio que me tenían reservado. El operador cerró la escafandra. De allí en más sólo podría ver el mundo a través de una pequeña ventana.



Encerrado y con la mirada fija hacia arriba decidí cerrar los ojos. Conocía el procedimiento, sabía que volvería, pero en el entrenamiento habían puesto un requisito: no se admitirían claustrofóbicos. Yo desconocía si padecía el trastorno pero, por las dudas, no quise comprobar cómo mi espacio visual se limitaba a un tubo color crema a 20 centímetros de mi pequeña ventana.




Sentí que me deslizaba hacia atrás, como si fuera un pistón empujado dentro del cilindro por una fuerza que no provenía de la combustión sino de la energía eléctrica. De pronto comenzaron los ruidos y si bien sabía de qué se trataba, tuve algún temor. Mi imaginación vital sólo llegaba hasta la ventana de mi escafandra y el cilindro. Fue entonces cuando aparecieron.



Yo seguía con los ojos cerrados, pero pude verlos. Eran dos, cubiertos con sus trajes color crema. No tenía cómo saber su género, aunque por algunos movimientos pude adivinar que a mi izquierda estaba ella y a la derecha trabajaba él.



Escuchaba los sonidos de las herramientas que emergían sucesivamente como si sus manos fueran navajas suizas. Crip, crip y mi cerebro ordenó al brazo izquierdo relajarse cuando una puerta de revisión se abrió a unos 20 centímetros de la muñeca. Allí ella corrió algunos cables que se desplazaron con un siseo parecido al de una serpiente.



Tom, tom y sentí una ligera agitación en la zona occipital. Mi pierna derecha no dolía, pero pude ver que él cambiaba algún dispositivo en la rodilla. Trak…se cerró la tapa y llegó cierta sensación de alivio. Quería que todo terminara, pero los ruidos seguían apareciendo mientras ellos hacían su trabajo.

 

Calculé mentalmente el tiempo. Unos 20 minutos, con destornilladores que abrían tapas, manos enguantadas que cambiaban conexiones, quitaban dispositivos y los reemplazaban por otros. Yo, dentro de mi tubo, con la escafandra.



Ya estaba resignado cuando observé que cerraban todas las tapas. Por primera vez percibí que sonreían satisfechos. El color desapareció, los ruidos cesaron, el tubo-pistón comenzó a correrse. Abrí los ojos y pude ver mi propia salida como si fuera un parto.



“Listo, en una semana están los resultados”, me dijo el que me había atendido al ingresar. Bajé de la máquina, volví a calzarme, saludé y salí a través del cubículo que llevaba a la puerta. Caminé unos metros y probé elongar mi pierna derecha mientras con mi mano izquierda buscaba la punta del pie. Tuve la sensación de que no hacía falta el informe de la resonancia. Me sentía mucho mejor, los dolores se habían ido.     

jueves, 26 de noviembre de 2015

Inexplicable



Cuando vio que no se movía cayó en la cuenta de que hacía un mes que no la visitaba. Por lo que decían los familiares, la última vez había ido justo cuatro días antes de que su sonrisa desapareciera.
Ella tenía un sello distintivo, o al menos lo era para él: Las comisuras de los labios terminaban ligeramente hacia arriba, como si la naturaleza o la genética hubiesen decidido que sonreiría eternamente.

Por eso le chocó verla, a tres meses de su convalecencia, con los labios que formaban un sutil arco hacia abajo, como si un niño se los hubiera dibujado para simbolizar la tristeza.
Se había desmayado mientras ensamblaba unas piezas de las últimas notebooks lanzadas al mercado por la firma en la que trabajaba. El diagnóstico de los médicos fue terminante: No sabían  de qué se trataba. Unos dijeron que era un ataque de stress, otros que el vapor de los gases que emitía uno de los componentes había atravesado su protección, cosa que fue desmentida por el jefe de Seguridad Industrial. Otros optaron por pensar en un gualicho.

Quedó internada, y con varios cables y tubos conectados a su cuerpo lograba mantenerse aún con cierto grado de conciencia, hasta que, según los médicos, entró en coma. Tampoco en aquella oportunidad los médicos supieron dar explicaciones.


No había causa física alguna, los encefalogramas y tomografías cerebrales indicaban que todo estaba normal. Los análisis, pruebas clínicas neurológicas y otros estudios más complejos no indicaban que algo hubiese dejado de funcionar, o trabajara mal. Simplemente sabían que se había desmayado y luego entrado en coma.

No se movía, no abría los ojos, por cierto que no hablaba. Apenas respiraba y, cada tanto, el dedo índice de su mano derecha se desplazaba irregularmente sobre la sábana. Lo hacía con fuerza, con una presión que los médicos tampoco pudieron explicar. Cada vez que él la visitaba, lo primero que hacía era mirar si se movía el dedo. Era, según su imaginación, una forma de saludar.

Pero aquella tarde ya no movía el dedo y si respiraba era por el aparato al que estaba conectada. Dos horas después fue declarada muerta. Un médico firmó el certificado, pero varios especialistas se acercaron por última vez a verificar qué había pasado. Como él suponía, no lograron ponerse de acuerdo. Mientras trasladaban sus restos en una camilla, él quiso tocar por última vez aquel lugar de las sábanas en las que su dedo hacía dibujos para él. Pasó suavemente su mano por la superficie de cuerina acolchada y las rugosidades seguían allí.


La familia no quiso autopsia y mucho menos velatorio. Fue directamente al cementerio. Tras la despedida entre llantos, cada uno se fue por los largos e intrincados caminos protegidos por las sombras de álamos y pinos.


En la que había sido su habitación un eficiente equipo comenzó la limpieza con el fin de dejar todo listo para la próxima emergencia. De pronto, una enfermera apoyó una lata de polvo de limpieza, una antigüedad que sólo ella utilizaba. Con poca puntería, porque el contenido se volcó y una capa blanca cubrió parte de la cama. 

Esa tarde llegó nuevamente al hospital, esta vez convocado por una voz de mujer que parecía espantada. El se sintió triste, sobre todo por entrar al edificio ya sin la esperanza de encontrarla, de verla, de disfrutar al menos de su sonrisa natal, de ver su saludo torpe con el dedo.

La enfermera no dijo una sola palabra y le mostró la cama. El se acercó y comprendió inmediatamente, o al menos fue lo que pareció expresar una mueca de horror. Una lágrima se le escapó pero inmediatamente recuperó la compostura y se fue tras agradecer a la solícita mujer.


Detrás quedó la cama en la que había reposado su amada. Allí donde debía estar su dedo con el saludo, había unas palabras que habían rayado profundamente la sábana: “No estoy muerta”.  

Gracias Silvina S. por haber recordado y resctado este texto.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Amores pasajeros



Siempre evito sentarme en los transportes públicos. Es probable que mi actitud sea producto de la resignación o una manía que adquirí luego de viajar toda una vida sobre mis pies. De todos modos, el 110 iba lleno.

La chica tenía no más de 17 o 18 años, bonita, de pómulos pronunciados,  con su cabello castaño oscuro recogido hacia arriba, jeans grises, zapatillas rojas sin medias y una remera que decía “Imagine”, pero sin la cara de Lennon. Detrás de los lentes, sus ojos color nuez denotaban cierta desconcentración. La música en sus auriculares blancos ayudaba.


A su derecha, él estaba entretenido como si la vida se jugara en el veloz desplazamiento de sus pulgares, cuyas huellas quedaban marcadas en el vidrio del Motorola. Sus anteojos y la figura delgada le daban un toque nerd, aunque ya debía calzar sus 18 o 19 años, de manera que no tenía mucho tiempo para llegar a ser un Bill Gates.


Como el resto de los pasajeros, estábamos muy pegados el uno al otro, pero más incómodos porque habíamos caído justo delante del asiento individual que cabalga sobre la rueda. Allí hay menos espacio para los pies y por eso el chico tenía que ponerse un poco de costado con la cara, o con la carcasa azul del celular, apuntando hacia ella.
Más a la derecha yo luchaba por sostener mi mochila, resistir los embates de una señora para la cual todo el espacio era poco y mandar un mensaje por whatsapp.


Apenas el colectivo dobló por Las Heras, el señor que estaba en el asiento sobre la rueda hizo un movimiento con su cabeza. Todo indicaba que se preparaba para salir y lejos de producirse una de las habituales movilizaciones de la murga “los desesperados por sentarse”, no hubo desplazamientos.

Hubo, sí, un intercambio de miradas entre los chicos. Mientras el señor se levantaba y pasaba a mi lado, el nerd giró su cabeza un poco más hacia la izquierda y la miró fijamente. Se desplazó con suavidad hacia mi lado, casi como para empujarme y ella interpretó el gesto como una invitación. Por un momento me pareció percibir que se ruborizaba, pero puede que fuera el reflejo del cabello rojo del muchacho.


Ella se adelantó sutilmente, como aceptando el convite. El se movió un poco más hacia su derecha y yo ya me preguntaba si estaba googleando “caballerosidad”. Mientras tanto, yo me preparaba para registrar lo que parecía ser el comienzo de una historia de amor.

De repente, el chico movió su cadera en un giro que lo hizo quedar frente a mí y a espaldas de la chica. Fue sólo un instante y rápidamente se sentó. Ella no pareció desairada, o al menos no lo demostró. Tres o cuatro paradas después, sobre el parque Las Heras, ella también encontró un lugar y allí se quedó, mirando a lo lejos por la ventanilla.


Puede que haya sido mi imaginación demasiado acelerada o quizá el chico, por timidez, se arrepintió a último momento y decidió sentarse. O, lo peor, ni siquiera la registró. Me bajé apenas el colectivo llegó a la iglesia que está frente a la Biblioteca Nacional. Ellos dos ya no estaban. Si es que alguna vez estuvieron.  


Ejercicio para el taller de Gisela Galimi. 2/9-15






lunes, 13 de julio de 2015

Colgado




A simple vista parecía natural, pero era el producto de una relación compleja entre algunas ideas flexibles convertidas en hebras doradas y otros materiales más rígidos, que les impedían moverse con libertad.

Cuando tensó los músculos de su mano derecha tuvo una sensación desagradable. Siempre había apreciado la textura de la madera cruda, sin pátinas, barnices ni propuestas resbaladizas. Mucho menos el plástico.  


No tenía demasiado tiempo, pero sospechaba que con pocos movimientos podría cubrir el espacio que años de desidia habían dejado en blanco. La rigidez le permitiría desplazarse, la flexibilidad lo ayudaría a acariciar sin lastimar.


Todo parecía estar bien, nada quedaba al azar. O sí, porque de pronto descubrió que no había tomado en cuenta lo que ocurriría abajo. 


El gato se enganchó con una soga de la escalera, el piso se deslizó sin meditarlo mucho y la gravedad se hizo más grave.


Se tambaleó, quedó colgado del pincel y rápidamente comprendió que los sueños te pueden llevar alto, pero no alcanzan para sostenerte en el aire.